Cada vez que vuelvo a Lima, lo hago con la emoción del reencuentro con la familia, con los sabores y olores de mi tierra querida, y con la nostalgia de reconocer los lugares que mi padre, que hoy cumpliría 94 años, me descubrió y describió con tanto amor y a veces paciencia infinita.

Pero todas esas sensaciones, no pueden evitar que siempre que regreso a Lima (esta vez he demorado más de 6 años) lo haga con el espíritu crítico que mi formación y tradición imponen.

Llegar al aeropuerto Jorge Chávez y demorar dos horas para llegar a mi destino final, no es de recibo. Es intolerable.

En mi increíble ruta la noche que llegué a Lima, pasé por los sitios más inesperados. El conductor obvió la Avenida Faucett y eligió otra en busca de la vía amarilla que desde luego es impresionante. Entre tanto, el paisaje urbano que contemplaba, era desolador. Pasamos por San Martín de Porres, por la zona universitaria, por el Rímac. Al final llegamos a una vía moderna, pero antes vi desolación, pobreza supina y suciedad.

Los parisinos son conscientes de que en sus “banlieue” se viven escenas muy parecidas a las que yo divisé en mi ruta. Y por ello han apostado fuerte por la mejora de las comunicaciones: los habitantes de esas zonas precisan de medios de transporte rápidos y seguros para no sentirse marginados en su propio hábitat.

Algo así precisa Lima. Lima es la puerta por la que entra el visitante extranjero. Si Perú acaba de ser reconocido uno de los mejores destinos turísticos internacionales, el tema del tráfico tiene que resolverse de una forma integral empezando por las zonas marginadas. Es un imperativo inaplazable. Y una necesidad que los limeños hemos de demandar, porque la razón nos asiste.


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